sábado, 16 de junio de 2012

EL HOMBRE QUE BAJÓ DEL TREN

                           Llovizna. La luz del farol de la estación se estrella contra el vidrio. Suena el silbato. Manotea la valija y salta al andén.
En el jardín de la casa donde nació siempre daba el sol.
Camina bajo la llovizna hasta el hotel del pueblo. No se embarra. Ahora hay asfalto.
De chico le agradaba la tibieza, tirado en el suelo con los autitos.
Pide una habitación. Adivina algún rostro. Cena y duerme.
Su ruta tenía la medida del jardín.
A la mañana, después del desayuno con galleta de campo, se sienta en el banco de la plaza.
El camión de plástico era grande, el acoplado se desenganchaba y el chofer salía por la ventanilla. Los autos de madera se rompieron de tanto chocar y aprendió a arreglarlos. La bici de alambre se la hizo un tío. El conductor de la moto llevaba casco. Todas las ruedas giran, los ejes no se tuercen, los tornillos y las tuercas están ajustados. ¡Listos para la carrera! Cuando lo llamaban a comer los rayos caían directos, deslumbrantes.
Como ahora, que no hay jardín y la casa de enfrente es un edificio de dos plantas. Pero el sol sigue idéntico su recorrido y él se acomoda de costado en el banco, para que se deslice por la espalda y en su regusto escurran las sombras.  
La abuela lo miraba jugar con la vecina desde el sillón de la galería. Crecieron. A la tarde, separados los varones de las chicas, daban vueltas a la plaza.  Después vino el primer baile y un beso. Se sentaban junto a la fuente y el roble los escondía. Ya eran novios.
La ventana se abre. La vecina sacude algo y cierra. Está igual, con más años. El que llega del trabajo y la besa podría ser él.
Pero su ruta se alejó del jardín.
El sol se pone y vuelve a la estación a tomar el tren.

                                                                                  (Ecunhi. Abril 2011)

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