-Será el olor de cada uno, el pigmento de la
piel, la forma del cuerpo o la fuerza del carácter. La persona se mantiene flotando
en el ambiente después de haberse retirado del lugar. Como el humo de una pipa
es aroma, como los fantasmas son sensaciones de luces y sombras, que se
escapan.-
La gitana Repetía su mantra, parada en la puerta de su casa,
mientras comía con pequeños mordiscos, un pepino agridulce envuelto en una
servilleta de papel y miraba sin ver los autos que pasaban por la calle- Olor de cada uno…humo... sensaciones…
La gitana vivía
en una esquina de un barrio tranquilo, casi céntrico, le decían Maia. Los
clientes se acercaban a consultarla, tímidos, con vergüenza de recurrir a un
servicio menospreciado por la civilización.
Pero la amabilidad de Maia, su manera de preguntar como al descuido los
motivos de la visita y las alternativas que les proponía para salir de las
situaciones problemáticas, los tranquilizaba. Algunos venían de lejos, otros
vivían por la zona, a todos les daba una primera entrevista gratis.
A un cliente, a
quien todas las novias abandonaban, la gitana le dio a cortar varias veces el
mazo de cartas, le indicó que se quedara con una y a las restantes las fue
armando en forma de rayos, mientras, comentaba las figuras que aparecían. Ante
una vaca debajo de un árbol de la vida, que miraba tiernamente desde el cartón,
el hombre reaccionó echándose hacia atrás en la silla y contó que su trabajo
consistía en controlar ratones de laboratorio. Que los amaba y no podía
desapegarse de ellos. Para colmo los animalitos sufrían, porque previamente a
ser utilizados en los ensayos científicos, se les desactivaba una célula del
cerebro, por lo tanto se transformaban en ratones adictos y demandaban cuidados
especiales. Así y todo eran atrayentes y sofisticados, aunque por momentos
esquizofrénicos. Tenían la melena suave y la mirada tierna como esa vaca. El
cliente se fue de la sala de Maia dispuesto a buscarse una novia de mirada
dulce.
De tanto en
tanto, los vecinos se quejaban, olían tufos de especias exóticas y padecían la música y el baile hasta
madrugada. Cerca vivía doña Emilce, una señora mayor que en su juventud había
sido ágil y alegre, pero en los últimos tiempos se presentaba retraída y
prefería resguardarse adentro y tejer al crochet carpetas y agarraderas. El
médico le había recomendado salir a caminar para que los músculos no se le
atrofiaran; pero en compañía, para reconocer las bajadas de las veredas, los
semáforos, las baldosas rotas y todos los peligros que acechan en la calle a
los ancianos.
Doña Emilce le
preguntó a Maia si no conocía a alguien que quisiera dar unas vueltas con ella
por las tardes. Porque mal que mal, la gitana tenía trato con todo tipo de
gente por la índole de su actividad y su carácter festivo.
-Dejálo por mi cuenta. Esperá una noche y un
día y tendrás en la puerta de tu casa a un perfecto lazarillo.
Doña Emilce,
pese a su falta de confianza en las prácticas adivinatorias de Maia, aceptó,
resuelta a que si la gitana le enviaba un jovencito alocado, ella se lo mandaba
de regreso. Las relaciones no fueron parejas entre estas dos vecinas, sucede
que se recelaban, incluso se llegó a saber que hubo un problema de pantalones
entre ellas. Como fue por un amante y
ninguno de los dos maridos debía enterarse, la verdad nunca se supo. Un acordeonista del pueblo de Maia, que casi
no hablaba castellano, se instaló en un conventillo, que en esa época abundaban
por la zona. En el patio, solían armarse veladas danzantes adónde concurrían
Maia y Emilce, por ese entonces, jóvenes amigas, que se entendían bien. De
golpe el gitano huyó dejando todas sus deudas impagas y las fiestas se fueron
espaciando hasta desaparecer junto con el conventillo.
A las dos
mujeres se las veía de vez en cuando charlando en el mercado o en la puerta de
sus casas, pero ya nunca más del brazo y riéndose. Después de todo habían
quedado algunas cosas sin aclarar entre las dos. El acordeonista del pueblo de
Maia, compañero de escuela, sabía que estaba casada, pero igual se había atrevido
a buscarla. Encontró a Maia con su amiga Emilce, quiso probar suerte con ambas
y ahí se pudrió la amistad entre las jóvenes. Desde el punto de vista de la
gitana, hubiera sido divertido aceptar la relación triangular. ¡La vida es un
juego!, solía decir. En tanto que Emilce no quiso ni oír hablar de compartir
amores. Era romántica y prefería cumplir con los mandatos sociales. Cuando se
reían, Maia, abría los brazos y abrazaba a cualquiera que estuviera a su lado,
mientras su amiga se tapaba la boca y agachaba la cabeza. Al fin y al cabo, los
maridos se enteraron y sin recriminarles nada a sus mujeres, ni siquiera
decirles que estaban enterados, esperaron al gitano acordeonista en las sombras
de una cortada y lo conminaron a que se eclipsara antes de la salida del sol.
Pasó una noche y
a la tarde del día siguiente, una joven estaba parada en la puerta de la casa
de Emilce. Miraba el césped y movía el cuello hacia abajo y hacia arriba, a un
lado y a otro, las rodillas se le articulaban al compás y los hombros seguían
el vaivén. No tenía auriculares puestos. Era el zumbar de los insectos que
habitaban el jardín lo que escuchaba Juana. Por fin estiró el brazo para
alcanzar el timbre de la verja. La madre le había dicho que si quería hacer el
curso de maquillaje, en la peluquería donde ella estaba empleada, debía
pagárselo de su bolsillo. Y a la madre, que su hija trabajara, se lo aconsejó
la gitana Maia, en una sesión a la que había llegado preocupada porque la chica
no hacía nada pero quería ropa a la moda, zapatillas nuevas y artículos de
belleza. Y Juana adelantó el dedo índice y tocó el timbre.
¡Cómo tardaba
Doña Emilce en abrir la puerta! Una vez que se había resuelto a hacerle caso a
la madre y salir a trabajar, no le abrían. ¿Cómo sería esa vieja? ¿Demasiado
exigente? El césped parecía cuidado con muchos insectos haciendo música, y ella
seguía el compás con todo el cuerpo mientras apretaba y apretaba el timbre de
la verja.
Emilce abre la puerta de la casa. Desde la entrada
del zaguán observa contra el sol, la mano en visera sobre los ojos.
-¿Doña Emilce?
-Si
-Buenas tardes,
me manda Maia
-Ah! Ya voy.
Buenas tardes. ¿Cómo te llamás?
-Juana
-Pasá
Por el sendero
de lajas entran al vestíbulo oscuro, se desdibuja al fondo una escalera de
madera. Emilce guía a Juana hacia una puerta lateral, la atraviesan y la luz
del jardín, por la ventana del living, marca los contornos.
-Ponete cómoda-
le señala un sillón
-Gracias- Juana
se sienta al borde sin apoyarse en el respaldo
-¿Querés agua?
-No gracias-
Hunde las manos en los almohadones y se inclina hacia Emilce. Cruza y descruza
las piernas.
-Vení, te
muestro la casa. Por esta ventana se ve el jardín. Por esta otra el patio. Aquí
está la cocina y este es el baño. La escalera que viste en el vestíbulo lleva a
los dormitorios.
Juana gira por
el living, se asoma varias veces por las ventanas, entra en el zaguán oscuro y
vuelve a sentarse, un poco menos movediza, aunque todavía sin apoyarse en el
respaldo. Emilce le propone salir por
las tardes a dar una vuelta y pagarle por hora el fin de semana. Quedan de
acuerdo para el día siguiente.
De regreso Juana
piensa que cualquier trabajo la arrancaría de su mundo propio, y este no pinta
peor que otros. Se pregunta qué podrá comprarse el fin de semana, cuando cobre.
Se rasca la cabeza, abre grandes los ojos, aprieta los labios y se los muerde,
¡ya está! la camisa leñador a cuadros, bien holgada para usar arriba de una remera. Aunque
también podría ser la campera de Jean ¿le alcanzaría para los pantalones? Niega
con la cabeza, seguro que no. ¡Ufa! Va a tener que bancarse semana a semana,
deslumbrada por alguna prenda, y a veces juntar la plata de varias semanas para
comprarse algo más caro.
Al día siguiente
Juana pasa a buscar a Emilce. Al principio le pesa el brazo de la anciana
apoyado en el suyo, la descoloca tener que prestar atención a los obstáculos
del camino y transmitirlos. Pero la imagen de varias perchas con ropa girando
como una calesita en su ropero y los cajones que ya no cierran de puro
repletos, la entusiasma.
Doblan en la
esquina y hacen un par de cuadras hasta la diagonal que corta las vías del
tren. La vereda de la barrera está muy despareja, Juana señala baldosas rotas y
Emilce pisa con cuidado. Desembocan en la avenida, los semáforos no funcionan,
hay embotellamiento y un vigilante trata de ordenar el tránsito.
-Antes que
pusieran los semáforos había una garita, donde está parado el vigilante.
-¿Qué es una
garita?
- Una plataforma
alta con baranda, desde ahí el vigilante guiaba el tránsito.
-¿No lo
chocaban?
- Alguna vez
habrá sucedido, pocas.
- Nos hace señas
a nosotras, crucemos.
-Así era antes.
Cruzan y después
de una curva entran al parque por un camino de asfalto y paraísos. Cada dos
pasos de Emilce, Juana hace un pequeño balanceo con la punta del pie, y la
anciana, con sus hombros, acompaña el
movimiento. Encuentran un banco desocupado y se sientan a descansar antes de
encarar la vuelta. De regreso, por la
avenida, en la puerta de un super, Emilce le cuenta a Juana que ahí funcionaba
un cine continuado y se veían hasta tres películas por sección.
El sábado Juana
entra a la boutique y señala la prenda. Pero aún antes que la vendedora la
saque del estante, Juana la vislumbra desplegada y la percibe como arropándola
demasiado. Pese a que es idéntica a la que había visto en la vidriera, algo no
funciona. La empleada insiste y la hace pasar al probador, Juana se saca el
buzo y se pone la camisa. Experimenta un abrazo de hierro, se le endurece la
espalda y mira por sobre el hombro, por si alguien desde atrás intentara ahogarla ajustándole la ropa. La mujer
cree que la etiqueta le pincha y le apoya las manos para sacársela afuera. El codazo
de Juana para desasirse casi le rompe la mandíbula. Sin desabrocharla se la
quita por la cabeza, la otra sonriente, se la arrebata y le alcanza un saco de
corderoy. Los dientes blancos de esa sonrisa perturban a Juana, pero el abrigo
la calma, se mira en el espejo, da vuelta hacia ambos lados y mete las manos en
los bolsillos. Otro clima interior la invade. Se lo abotona, retira una pelusa
de la solapa, comprueba el largo de las mangas.
Le queda bien, paga y sale con el saco puesto. Al pasar por la casa de
la gitana se detiene y la mira comer su pepino.
-¿Querés pasar? La primer sesión no la
cobro.
- Soy la hija de
la peluquera.
- Si. Trabajas en lo de Doña Emilce. Que
lindo saco. ¿Es nuevo?
-La compré
recién, pero yo no lo quería
-Algo te molesta, vení, pasá.-La hizo
entrar, sentarse y le volvió a preguntar-¿Qué
te molesta en tu saco?
-En el saco nada,
tal vez sea demasiado abrigado. Yo entré a comprarme una camisa y…
- Y saliste con el saco. ¿Qué pasó con la
camisa?
-Sentía como si
alguien me sofocara ciñéndomela al cuerpo.
-Esa camisa se la deben haber probado otras
personas antes. Vos sentís esas existencias. No le pasa a todo el mundo, porque
no todos tienen tu sensibilidad. A veces hay una quietud inquietante. ¿Acá hay
algo que te moleste?
-No me molesta,
solo que cambia la realidad de afuera.
-Eso sucede a veces al acceder a una
habitación desconocida.
-Cuando no
conozco no sé como entrar, y me parece que yo tengo ventanas y a mi me conocen.
-Y te importa mucho lo que se ve por esas
ventanas. Pero la tela no repele, absorbe, por lo tanto vos irradias y al mismo
tiempo recibís. Tus ventanas van a seguir siempre abiertas y serás como una
huella, cuando te toquen te resultará difícil deslindarte del otro, separar lo
tuyo. Te sentirás alojando seres extraños y deberás aprender a decir: “Esta luz
no es mía. Esta sí es la mía” Habrá fuerzas invisibles y ocultas de la
atmósfera, podrás recibirlas sin temor…tendrás que darte cuenta que vos manejás tu vida para que esas fuerzas
no te controlen…podrás hacerlo, si querés.-
Maia acompaña a Juana hasta la puerta y se
despiden.
Un sábado Juana
se compra un par de zapatillas. Cuando las tiene puestas, el pie derecho y el
izquierdo se empiezan a pelear, a las patadas andan las extremidades
inferiores. Y por supuesto que de tanto en tanto lanzan un golpe a la persona
que pasa cerca. Un damnificado se queja y a Juana la echan del negocio. Pero
ella tiene preparada la plata en la mano, se va con sus zapatillas nuevas
puestas y pisando fuerte, las quiere domar. Encuentra a unos chicos que patean
al arco.
-Dejáme un
tirito-pide Juana
-Uno eh!
Juana la mete
derechito en el arco.
-¿Querés la
revancha?- pregunta
- Si, claro.
Diez goles
corridos emboca Juana hasta que las zapatillas se le aplacan. Saluda a sus
contrincantes, toma un colectivo y baja en la esquina de la casa de Maia.
-Buenas. Hoy me
trajeron las zapatillas.
-¿Saben el camino?
-No. Yo se los
indiqué.
-Entonces las trajiste vos a ellas.-
Entran en la habitación en penumbra y Maia le tira las cartas mientras habla- La belleza será siempre muy importante en tu
vida. Pero vas a necesitar buscarla afuera de vos misma. Como si no te
estuvieras maquillando, sino como si estuvieras maquillando a otra persona, una
novia, un payaso, un actor. No vas a irradiar sólo con tu ropa y tu peinado
sino también a través de lo que vas a hacer…Claro, si querés que así sea, y
trabajas para lograrlo. Eso ya depende de vos. Yo solo sugiero, según dicen las
cartas.
Esa noche
rompieron los vidrios de la ventana de la casa de Maia y trataron de abrir la
puerta con una barreta. En las paredes escribieron “Fuera los gitanos”. Ella se
paró como siempre a comer su pepino en la vereda. Algunos pasaban distraídos
mirando para la calle, otros apurados como si necesitarán alcanzar vaya a saber
que maravillosa solución a sus problemas. Dos o tres se acercaron a saludarla,
le dieron la mano y le dijeron que contara con ellos para lo que necesitara.
Uno se rió y le enseñó el dedo anular levantado.
Una tarde, Juana,
llega a buscar a Emilce con un chaleco nuevo.
-Qué lindo- dice
la anciana. –Quisiera uno igual.
-La acompaño y
se lo compra, es cerca, hay de todos colores.
Del brazo se van
a la boutique. Emilce se prueba varios y elige uno negro con una flor bordada.
Lo lleva puesto. Caminan una cuadras y Emilce se da cuenta que se olvidó la
cartera en el negocio.
-Espere acá-
dice Juana. –Voy a buscársela y vuelvo.
La anciana se
mira el chaleco y lo acaricia. El color, la textura, el entalle y la rosa en
punto cruz, es igual al que usaba José, el acordeonista gitano. Camina, no
piensa ni en las veredas rotas, ni en los autos, ni por dónde va. Recuerda la simpatía de José, su voz y la
gracia con que cantaba. Camina con los brazos cruzados sobre el pecho, como
abrazándose; lo ve cuando bailaban y la risa de sus ojos se esparcía. Camina
sin temor, José la acompaña; como esa tarde que se fueron juntos a ver partir
los barcos en el puerto y silbar con sus sirenas.
Juana vuelve con
la cartera y no encuentra a Doña Emilce. Corre en sentido contrario a como
vino, ni rastros. Va al negocio, pregunta por la señora del chaleco, nadie la
vió. Se preocupa, hace otra vez el recorrido, entra en una panadería, un
almacén y pregunta al del kiosco.
Emilce cruza la
mitad de la avenida, los semáforos funcionan y se encienden verdes para los
autos que vuelan en ambas direcciones. Ella, en el medio, se aprieta a José, él
la abraza salvándola del aluvión; tocan bocina, le gritan. Ella sólo escucha la
voz de José.
Juana se asusta,
“no tendría que haberla dejado, si no había apuro”, se repite. “¿Y si alguien
la secuestró para robarle?”, se pregunta. Corre dando vueltas a la manzana,
antes de ir a la policía se va para la casa de Doña Emilce.
La sirena de un
auto policial obliga al tránsito de la avenida a detenerse, frenan junto a Doña
Emilce.
-¿Adónde va?- Le
pregunta un policía
-A mi casa
-¿Dónde?
-Del otro lado
de la avenida
- Suba que la
llevamos. No sabe que no puede estar parada en medio de la calle, no ve que no
tiene que salir sola- Prenden la radio y anuncian que están en camino hacia la
seccional.
La bajan en la
comisaría y la sientan en un banco largo de madera. No le hacen preguntas,
presuponen que
alguien llegará a buscarla. Se queda allí, como acurrucada en una punta del
banco,
contra la pared.
Después de una hora Emilce sigue cruzada de brazos hablando con José en su
imaginación, y
entra Juana.
-Qué susto me
dio. No la dejo mas sola
-El chaleco me
protege. Te voy a seguir el baile como lo seguía a él. ¿Nos vamos ya?
Al
levantarse del banco de madera queda al descubierto una pequeña mancha oscura,
Emilce, se da cuenta que se había meado.
noviembre 2014