miércoles, 18 de febrero de 2015

HABITADA

                                                               

-Será el olor de cada uno, el pigmento de la piel, la forma del cuerpo o la fuerza del carácter. La persona se mantiene flotando en el ambiente después de haberse retirado del lugar. Como el humo de una pipa es aroma, como los fantasmas son sensaciones de luces y sombras, que se escapan.-  
La gitana Repetía  su mantra, parada en la puerta de su casa, mientras comía con pequeños mordiscos, un pepino agridulce envuelto en una servilleta de papel y miraba sin ver los autos que pasaban por la calle- Olor de cada uno…humo... sensaciones…
La gitana vivía en una esquina de un barrio tranquilo, casi céntrico, le decían Maia. Los clientes se acercaban a consultarla, tímidos, con vergüenza de recurrir a un servicio menospreciado por la civilización.  Pero la amabilidad de Maia, su manera de preguntar como al descuido los motivos de la visita y las alternativas que les proponía para salir de las situaciones problemáticas, los tranquilizaba. Algunos venían de lejos, otros vivían por la zona, a todos les daba una primera entrevista gratis.  
A un cliente, a quien todas las novias abandonaban, la gitana le dio a cortar varias veces el mazo de cartas, le indicó que se quedara con una y a las restantes las fue armando en forma de rayos, mientras, comentaba las figuras que aparecían. Ante una vaca debajo de un árbol de la vida, que miraba tiernamente desde el cartón, el hombre reaccionó echándose hacia atrás en la silla y contó que su trabajo consistía en controlar ratones de laboratorio. Que los amaba y no podía desapegarse de ellos. Para colmo los animalitos sufrían, porque previamente a ser utilizados en los ensayos científicos, se les desactivaba una célula del cerebro, por lo tanto se transformaban en ratones adictos y demandaban cuidados especiales. Así y todo eran atrayentes y sofisticados, aunque por momentos esquizofrénicos. Tenían la melena suave y la mirada tierna como esa vaca. El cliente se fue de la sala de Maia dispuesto a buscarse una novia de mirada dulce.
De tanto en tanto, los vecinos se quejaban, olían tufos de especias exóticas  y padecían la música y el baile hasta madrugada. Cerca vivía doña Emilce, una señora mayor que en su juventud había sido ágil y alegre, pero en los últimos tiempos se presentaba retraída y prefería resguardarse adentro y tejer al crochet carpetas y agarraderas. El médico le había recomendado salir a caminar para que los músculos no se le atrofiaran; pero en compañía, para reconocer las bajadas de las veredas, los semáforos, las baldosas rotas y todos los peligros que acechan en la calle a los ancianos.
Doña Emilce le preguntó a Maia si no conocía a alguien que quisiera dar unas vueltas con ella por las tardes. Porque mal que mal, la gitana tenía trato con todo tipo de gente por la índole de su actividad y su carácter festivo.
-Dejálo por mi cuenta. Esperá una noche y un día y tendrás en la puerta de tu casa a un perfecto lazarillo.
Doña Emilce, pese a su falta de confianza en las prácticas adivinatorias de Maia, aceptó, resuelta a que si la gitana le enviaba un jovencito alocado, ella se lo mandaba de regreso. Las relaciones no fueron parejas entre estas dos vecinas, sucede que se recelaban, incluso se llegó a saber que hubo un problema de pantalones entre ellas. Como fue por  un amante y ninguno de los dos maridos debía enterarse, la verdad nunca se supo.  Un acordeonista del pueblo de Maia, que casi no hablaba castellano, se instaló en un conventillo, que en esa época abundaban por la zona. En el patio, solían armarse veladas danzantes adónde concurrían Maia y Emilce, por ese entonces, jóvenes amigas, que se entendían bien. De golpe el gitano huyó dejando todas sus deudas impagas y las fiestas se fueron espaciando hasta desaparecer junto con el conventillo.
A las dos mujeres se las veía de vez en cuando charlando en el mercado o en la puerta de sus casas, pero ya nunca más del brazo y riéndose. Después de todo habían quedado algunas cosas sin aclarar entre las dos. El acordeonista del pueblo de Maia, compañero de escuela, sabía que estaba casada, pero igual se había atrevido a buscarla. Encontró a Maia con su amiga Emilce, quiso probar suerte con ambas y ahí se pudrió la amistad entre las jóvenes. Desde el punto de vista de la gitana, hubiera sido divertido aceptar la relación triangular. ¡La vida es un juego!, solía decir. En tanto que Emilce no quiso ni oír hablar de compartir amores. Era romántica y prefería cumplir con los mandatos sociales. Cuando se reían, Maia, abría los brazos y abrazaba a cualquiera que estuviera a su lado, mientras su amiga se tapaba la boca y agachaba la cabeza. Al fin y al cabo, los maridos se enteraron y sin recriminarles nada a sus mujeres, ni siquiera decirles que estaban enterados, esperaron al gitano acordeonista en las sombras de una cortada y lo conminaron a que se eclipsara antes de la salida del sol.
Pasó una noche y a la tarde del día siguiente, una joven estaba parada en la puerta de la casa de Emilce. Miraba el césped y movía el cuello hacia abajo y hacia arriba, a un lado y a otro, las rodillas se le articulaban al compás y los hombros seguían el vaivén. No tenía auriculares puestos. Era el zumbar de los insectos que habitaban el jardín lo que escuchaba Juana. Por fin estiró el brazo para alcanzar el timbre de la verja. La madre le había dicho que si quería hacer el curso de maquillaje, en la peluquería donde ella estaba empleada, debía pagárselo de su bolsillo. Y a la madre, que su hija trabajara, se lo aconsejó la gitana Maia, en una sesión a la que había llegado preocupada porque la chica no hacía nada pero quería ropa a la moda, zapatillas nuevas y artículos de belleza. Y Juana adelantó el dedo índice y tocó el timbre.
¡Cómo tardaba Doña Emilce en abrir la puerta! Una vez que se había resuelto a hacerle caso a la madre y salir a trabajar, no le abrían. ¿Cómo sería esa vieja? ¿Demasiado exigente? El césped parecía cuidado con muchos insectos haciendo música, y ella seguía el compás con todo el cuerpo mientras apretaba y apretaba el timbre de la verja.
Emilce  abre la puerta de la casa. Desde la entrada del zaguán observa contra el sol, la mano en visera sobre los ojos.
-¿Doña Emilce?
-Si
-Buenas tardes, me manda Maia
-Ah! Ya voy. Buenas tardes. ¿Cómo te llamás?
-Juana
-Pasá
Por el sendero de lajas entran al vestíbulo oscuro, se desdibuja al fondo una escalera de madera. Emilce guía a Juana hacia una puerta lateral, la atraviesan y la luz del jardín, por la ventana del living, marca los contornos.
-Ponete cómoda- le señala un sillón
-Gracias- Juana se sienta al borde sin apoyarse en el respaldo
-¿Querés agua?
-No gracias- Hunde las manos en los almohadones y se inclina hacia Emilce. Cruza y descruza las piernas.
-Vení, te muestro la casa. Por esta ventana se ve el jardín. Por esta otra el patio. Aquí está la cocina y este es el baño. La escalera que viste en el vestíbulo lleva a los dormitorios.
Juana gira por el living, se asoma varias veces por las ventanas, entra en el zaguán oscuro y vuelve a sentarse, un poco menos movediza, aunque todavía sin apoyarse en el respaldo.  Emilce le propone salir por las tardes a dar una vuelta y pagarle por hora el fin de semana. Quedan de acuerdo para el día siguiente.
De regreso Juana piensa que cualquier trabajo la arrancaría de su mundo propio, y este no pinta peor que otros. Se pregunta qué podrá comprarse el fin de semana, cuando cobre. Se rasca la cabeza, abre grandes los ojos, aprieta los labios y se los muerde, ¡ya está! la camisa leñador a cuadros, bien holgada  para usar arriba de una remera. Aunque también podría ser la campera de Jean ¿le alcanzaría para los pantalones? Niega con la cabeza, seguro que no. ¡Ufa! Va a tener que bancarse semana a semana, deslumbrada por alguna prenda, y a veces juntar la plata de varias semanas para comprarse algo más caro.
Al día siguiente Juana pasa a buscar a Emilce. Al principio le pesa el brazo de la anciana apoyado en el suyo, la descoloca tener que prestar atención a los obstáculos del camino y transmitirlos. Pero la imagen de varias perchas con ropa girando como una calesita en su ropero y los cajones que ya no cierran de puro repletos, la entusiasma.
Doblan en la esquina y hacen un par de cuadras hasta la diagonal que corta las vías del tren. La vereda de la barrera está muy despareja, Juana señala baldosas rotas y Emilce pisa con cuidado. Desembocan en la avenida, los semáforos no funcionan, hay embotellamiento y un vigilante trata de ordenar el tránsito.
-Antes que pusieran los semáforos había una garita, donde está parado el vigilante.
-¿Qué es una garita?
- Una plataforma alta con baranda, desde ahí el vigilante guiaba el tránsito.
-¿No lo chocaban?
- Alguna vez habrá sucedido, pocas.
- Nos hace señas a nosotras, crucemos. 
-Así era antes.
Cruzan y después de una curva entran al parque por un camino de asfalto y paraísos. Cada dos pasos de Emilce, Juana hace un pequeño balanceo con la punta del pie, y la anciana, con sus hombros,  acompaña el movimiento. Encuentran un banco desocupado y se sientan a descansar antes de encarar la vuelta.  De regreso, por la avenida, en la puerta de un super, Emilce le cuenta a Juana que ahí funcionaba un cine continuado y se veían hasta tres películas por sección.
El sábado Juana entra a la boutique y señala la prenda. Pero aún antes que la vendedora la saque del estante, Juana la vislumbra desplegada y la percibe como arropándola demasiado. Pese a que es idéntica a la que había visto en la vidriera, algo no funciona. La empleada insiste y la hace pasar al probador, Juana se saca el buzo y se pone la camisa. Experimenta un abrazo de hierro, se le endurece la espalda y mira por sobre el hombro, por si alguien desde atrás  intentara ahogarla ajustándole la ropa. La mujer cree que la etiqueta le pincha y le apoya las manos para sacársela afuera. El codazo de Juana para desasirse casi le rompe la mandíbula. Sin desabrocharla se la quita por la cabeza, la otra sonriente, se la arrebata y le alcanza un saco de corderoy. Los dientes blancos de esa sonrisa perturban a Juana, pero el abrigo la calma, se mira en el espejo, da vuelta hacia ambos lados y mete las manos en los bolsillos. Otro clima interior la invade. Se lo abotona, retira una pelusa de la solapa, comprueba el largo de las mangas.  Le queda bien, paga y sale con el saco puesto. Al pasar por la casa de la gitana se detiene y la mira comer su pepino.
-¿Querés pasar? La primer sesión no la cobro.
- Soy la hija de la peluquera.
- Si. Trabajas en lo de Doña Emilce. Que lindo saco. ¿Es nuevo?
-La compré recién, pero yo no lo quería
-Algo te molesta, vení, pasá.-La hizo entrar, sentarse y le volvió a preguntar-¿Qué te molesta en tu saco?
-En el saco nada, tal vez sea demasiado abrigado. Yo entré a comprarme una camisa y…
- Y saliste con el saco. ¿Qué pasó con la camisa?
-Sentía como si alguien me sofocara ciñéndomela al cuerpo.
-Esa camisa se la deben haber probado otras personas antes. Vos sentís esas existencias. No le pasa a todo el mundo, porque no todos tienen tu sensibilidad. A veces hay una quietud inquietante. ¿Acá hay algo que te moleste?
-No me molesta, solo que cambia la realidad de afuera.
-Eso sucede a veces al acceder a una habitación desconocida.
-Cuando no conozco no sé como entrar, y me parece que yo tengo ventanas y a mi me conocen.
-Y te importa mucho lo que se ve por esas ventanas. Pero la tela no repele, absorbe, por lo tanto vos irradias y al mismo tiempo recibís. Tus ventanas van a seguir siempre abiertas y serás como una huella, cuando te toquen te resultará difícil deslindarte del otro, separar lo tuyo. Te sentirás alojando seres extraños y deberás aprender a decir: “Esta luz no es mía. Esta sí es la mía” Habrá fuerzas invisibles y ocultas de la atmósfera, podrás recibirlas sin temor…tendrás que darte cuenta  que vos manejás tu vida para que esas fuerzas no te controlen…podrás hacerlo, si querés.-
Maia  acompaña a Juana hasta la puerta y se despiden.
Un sábado Juana se compra un par de zapatillas. Cuando las tiene puestas, el pie derecho y el izquierdo se empiezan a pelear, a las patadas andan las extremidades inferiores. Y por supuesto que de tanto en tanto lanzan un golpe a la persona que pasa cerca. Un damnificado se queja y a Juana la echan del negocio. Pero ella tiene preparada la plata en la mano, se va con sus zapatillas nuevas puestas y pisando fuerte, las quiere domar. Encuentra a unos chicos que patean al arco.
-Dejáme un tirito-pide Juana
-Uno eh!
Juana la mete derechito en el arco.
-¿Querés la revancha?- pregunta
- Si, claro.
Diez goles corridos emboca Juana hasta que las zapatillas se le aplacan. Saluda a sus contrincantes, toma un colectivo y baja en la esquina de la casa de Maia.
-Buenas. Hoy me trajeron las zapatillas.
-¿Saben el camino?
-No. Yo se los indiqué.
-Entonces las trajiste vos a ellas.- Entran en la habitación en penumbra y Maia le tira las cartas mientras habla- La belleza será siempre muy importante en tu vida. Pero vas a necesitar buscarla afuera de vos misma. Como si no te estuvieras maquillando, sino como si estuvieras maquillando a otra persona, una novia, un payaso, un actor. No vas a irradiar sólo con tu ropa y tu peinado sino también a través de lo que vas a hacer…Claro, si querés que así sea, y trabajas para lograrlo. Eso ya depende de vos. Yo solo sugiero, según dicen las cartas.
Esa noche rompieron los vidrios de la ventana de la casa de Maia y trataron de abrir la puerta con una barreta. En las paredes escribieron “Fuera los gitanos”. Ella se paró como siempre a comer su pepino en la vereda. Algunos pasaban distraídos mirando para la calle, otros apurados como si necesitarán alcanzar vaya a saber que maravillosa solución a sus problemas. Dos o tres se acercaron a saludarla, le dieron la mano y le dijeron que contara con ellos para lo que necesitara. Uno se rió y le enseñó el dedo anular levantado.
Una tarde, Juana, llega a buscar a Emilce con un chaleco nuevo.
-Qué lindo- dice la anciana. –Quisiera uno igual.
-La acompaño y se lo compra, es cerca, hay de todos colores.
Del brazo se van a la boutique. Emilce se prueba varios y elige uno negro con una flor bordada. Lo lleva puesto. Caminan una cuadras y Emilce se da cuenta que se olvidó la cartera en el negocio.
-Espere acá- dice Juana. –Voy a buscársela y vuelvo.
La anciana se mira el chaleco y lo acaricia. El color, la textura, el entalle y la rosa en punto cruz, es igual al que usaba José, el acordeonista gitano. Camina, no piensa ni en las veredas rotas, ni en los autos, ni por dónde va.  Recuerda la simpatía de José, su voz y la gracia con que cantaba. Camina con los brazos cruzados sobre el pecho, como abrazándose; lo ve cuando bailaban y la risa de sus ojos se esparcía. Camina sin temor, José la acompaña; como esa tarde que se fueron juntos a ver partir los barcos en el puerto y silbar con sus sirenas.
Juana vuelve con la cartera y no encuentra a Doña Emilce. Corre en sentido contrario a como vino, ni rastros. Va al negocio, pregunta por la señora del chaleco, nadie la vió. Se preocupa, hace otra vez el recorrido, entra en una panadería, un almacén y pregunta al del kiosco.
Emilce cruza la mitad de la avenida, los semáforos funcionan y se encienden verdes para los autos que vuelan en ambas direcciones. Ella, en el medio, se aprieta a José, él la abraza salvándola del aluvión; tocan bocina, le gritan. Ella sólo escucha la voz de José.
Juana se asusta, “no tendría que haberla dejado, si no había apuro”, se repite. “¿Y si alguien la secuestró para robarle?”, se pregunta. Corre dando vueltas a la manzana, antes de ir a la policía se va para la casa de Doña Emilce.
La sirena de un auto policial obliga al tránsito de la avenida a detenerse, frenan junto a Doña Emilce.
-¿Adónde va?- Le pregunta un policía
-A mi casa
-¿Dónde?
-Del otro lado de la avenida
- Suba que la llevamos. No sabe que no puede estar parada en medio de la calle, no ve que no tiene que salir sola- Prenden la radio y anuncian que están en camino hacia la seccional.
La bajan en la comisaría y la sientan en un banco largo de madera. No le hacen preguntas,
presuponen que alguien llegará a buscarla. Se queda allí, como acurrucada en una punta del banco,
contra la pared. Después de una hora Emilce sigue cruzada de brazos hablando con José en su
imaginación, y entra Juana.
-Qué susto me dio. No la dejo mas sola
-El chaleco me protege. Te voy a seguir el baile como lo seguía a él. ¿Nos vamos ya?
  Al levantarse del banco de madera queda al descubierto una pequeña mancha oscura, Emilce, se da cuenta que se había meado.
                                                                                                                                                                  noviembre 2014
                                                                                                        



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