Por
fin Adriana recibe la noticia que esperaba con impaciencia y también un beso del jefe; beso de hermano, uno en cada
mejilla como él acostumbra. Mañana cambia de sección, entra dos horas mas tarde
con horario corrido. El jefe la llamó a su oficina y tomaron café. Pero a pesar
de haber mantenido una conversación fluida, sobre los arreglos en el edificio y
el problema de contar con un solo ascensor hasta que los nuevos entren en
funcionamiento, Adriana duda. “No fui rápida”, piensa, “¿se lo habré agradecido
bastante?” Decide tener un gesto de cortesía y hacerle un regalo. Escuchó
comentarios sobre Ciudad Franca, donde se consiguen todo tipo de artículos a
buen precio, y aunque no conoce el lugar considera hacer una escapada. En
realidad, necesita dos regalos, porque a Nahuel, su hijo, le había prometido
una camarita con filmadora si aprobaba todas las materias. De modo que lo más
oportuno será el tour de compras a Ciudad Franca que promocionan como tan
exótico las agencias de viaje.
Se
le va metiendo la idea y las ganas de darse el gusto y adquirir cosas. Está
como sobre ascuas Adriana, cuando larga la rienda de su deseo el miedo le pone
freno; que el viaje es largo, que si le roban, que los billetes falsos. En el
trayecto del trabajo a su casa echa cuentas y se hace justicia; al fin y al
cabo ganó méritos para que la cambiaran de sección y ahora podría permitirse el
placer de ir en un tour de compras. En busca del último empujón entra al
quiosco de su vecina, con la que suelen charlar por los codos y se cuentan de
cabo a rabo los chismes del barrio. Trata de tranquilizarla la amiga y le dice
que es lo más fácil cruzar la frontera en micro.
-
Apenas pasás el río por el puente ya estás del otro lado. Cruzaste. Esas galletitas
en
lata,
que a vos te gustan, las traigo todos los meses.
-
¡Me las voy a comprar!
-
Viajá en el directo. El directo, aunque algo mas caro, no para en ningún pueblo
y
regresa en el día.
-
¿En el día?
-
Te sobra tiempo, los negocios están uno al lado del otro.
-Me
ahorro el taxi.
-
Escuchá mi consejo: ni se te ocurra hacer paseos, el color local es ordinario,
verde, de la vegetación. La tierra colorada, polvo que te ahoga, y del
rancherío mejor no hablar.
-
No, de eso yo no consumo.
-Antes
de volver tomáte algo en el pub del Predio Comercial. Todos los mozos son
hombres y se dejan invitar con una copa.
Adriana
compra caramelos ácidos porque siente que le está por venir el hipo, y supone
que tal vez los caramelos le ayuden a zafar de la opresión en el abdomen. Se
pone uno en la boca y a su espalda, de repente, entran peleándose y gritando
tres chicos con patinetas. Se asusta tanto que se traga el caramelo y ahogada
empieza a toser agarrándose el estómago. Sale de atrás del mostrador la vecina
y la golpea entre los omoplatos hasta
que salta el caramelo de la boca de Adriana y va a dar, ni más ni menos, contra
la puerta de la heladera que uno de los chicos estaba abriendo. No rompió el
vidrio porque el pibe lo atajó a tiempo.
-
No pasó nada- dice la quiosquera – Andá a tu casa y preparáte la mochila, que
hoy es viernes y te conviene viajar mañana porque el domingo hay un gentío de
locos.
Ese
sábado bien temprano, Adriana lleva al hijo a casa de la abuela. De ahí va a la
agencia donde había reservado el pasaje por Internet. Mientras espera el bus
lee folletos, toma café, compra una botella de agua y la acomoda en la mochila.
Al fin y al cabo anuncian por micrófono: “El de las ocho directo a Ciudad
Franca”. Sin escuchar mas detalles, hacia el andén se encamina Adriana, y se
ubica en la cola para ascender. Cuando le toca el turno entrega su pasaje; dos
veces lo lee el chofer: -Este es el largo, no el directo, corra señora al
último coche de la dársena, sale antes que nosotros en dos minutos.- Vuela
Adriana y mientras vuela celebra haberse puesto zapatillas y no las botas con
taco. Llega última, atrás de ella cierran la puerta y arranca el bus. Al rato pasan por la ventanilla los últimos
edificios altos, veredas con zanjas y terraplenes, más espaciadas las casas.
De
repente a Adriana le agarra hipo, busca la botella que guardó en la mochila,
toma nueve sorbos de agua mineral medio tibia, se aprieta ambas fosas nasales
hasta que le explotan los oídos, pero el hipo sigue su ritmo. Se pregunta si no
será una señal, pero ya no puede suspender la excursión y golpea su plexo solar
con las yemas de los dedos. La última vez que se le manifestó tan fuerte el
hipo, fue para la despedida de soltera de su amiga. Le habían prometido
presentarle un candidato encantador, pero a ella le temblaba tanto el diafragma
que tuvo que consultar al médico en lugar de ir a la fiesta. Después de
revisarla, el doctor, le dijo que era nervioso y le preguntó: “¿Siente temores
nocturnos?” Adriana no le contestó, pero cayó en la cuenta que si altera su
rutina le da hipo. Y ahora Ciudad Franca
le suena como tenebrosa, con traficantes de mercadería trucha y ladronzuelos
que atracan en pleno día. Respira hondo. Ya no puede arrepentirse.
En
la entrada del Predio Comercial de Ciudad Franca, Pablo, vocea la guía:
-¡Guía
del Predio Comercial! Para no perderse señores. Por solo un pesito. Gracias
señor. Gracias señora.
Sale del puente Adriana, a su derecha arriba
en el aire, ve como si flotara, el cartel del Predio Comercial. No alcanza a
darse cuenta dónde está la entrada, y sigue caminando. Cada tanto mira para
atrás de reojo. La tranquiliza ver gente dirigirse en sentido contrario, con
paquetes, bultos y cajas, que charlan y ríen. Otro cartel a su izquierda indica el Hotel Internacional
y como desparramados al descuido, se descubren entre las copas de los árboles
del parque, las tejas rojas de los bungallows.
Ahora sí, al llegar a la curva del camino, divisa Adriana, el portón de
entrada al Predio Comercial. Sube unos pocos escalones de cemento y se le
presenta un enorme galpón con techo transparente.
Pablo
se le acerca y le ofrece la guía.
-Por
sólo un pesito…
-
Si, como no, pero decime ¿En esta guía se señalan todos los negocios?
-Todos.
A ver, veámos. ¿Vos que andás buscando?
-Esteee…-
Adriana no se esperaba el tuteo, pero no le resultó fuera de lugar. -Una
tablet, por ejemplo, ¡qué sé yo!
-
Que viene a ser, electrónica ¿no?
-Así
creo.
-Busquemos-
y da vuelta las hojas, rápido y con delicadeza, articula todos los nudillos de
sus dedos.
-
Como un pianista.
-Es
la práctica - y desliza la vista por el
cuello de Adriana - Aquí está, tercer pabellón entrando a la izquierda. ¿Qué
mas?
-
Eh, nada, por ahora, nada más.
-
Desde el galpón hasta acá son unos pasitos, así que cualquier duda vení a
consultarme.
-
Gracias.
Adriana
paga con un billete de diez, Pablo quiere darle el vuelto, pero ella no se lo
acepta.
-
Me llamo Pablo. Si no me ves por aquí preguntá en los puestos, todos me
conocen.
-Yo
Adriana- Sonríe, y se va cuidando su riñonera.
Al
pabellón de compras lo rodea un aro de baldosas relucientes. Son cuatro arcos
semicirculares donde se ofrecen, para tentar hasta a los santos, patios de
comidas, helados, bares, confiterías, un pub con poca luz, mandalas en los
vidrios y molduras de bronce. Apartados
del bullicio, toman café algunos comerciantes, y arreglan con gente del lugar
para que les crucen la mercadería por el puente. Las compradoras y compradores al menudeo
descansan los pies mientras saborean platos de suculentas calorías.
Cargada
de bolsas, empuja Adriana, la puerta giratoria del pub y la encara un tipazo
enorme.
-
¿Izquierda o derecha querida?
-
Café, cortado sin azúcar.
-
No querida. Eso se lo pedís al mozo. Yo -y flexiona ambas manos como si
sostuviera un cáliz sobre su cabeza –yo te pregunto si te gustan las chicas
izquierda, o los chicos derecha, o ambos que sería recto bien rectilíneo por el
centro del salón, subiendo la escalera. Todos son colchones de aire,
comodísimos querida.
-
No, no, yo nada.
-
Dale, con esa pinta y a puro consolador…no te la creo. Derecho y metéte en el
rincón atrás de la escalera.
No
sabe Adriana si pedir el café, tal vez no se quede, pero si no se queda ¿qué le
va a contar a su vecina? Se mete en el
rincón atrás de la escalera, pide un cortado, se lo toma quemándose la
garganta, y ¡zás! le viene el hipo, tan fuerte que le retumba en los oídos. Sin
que se lo hubiera encargado, una mesera de pollerita corta y top bien relleno,
le trae otro vaso de agua.
-¿Necesita
algo más querida?- Pregunta con una sonrisa comprensiva.
-No
nada, gracias. Cóbrese.- Abrazada a su mochila y a sus bolsas, sale.
“Que
fue una gran experiencia”, le contaría a la del quiosco. “Ah y quedamos en
mailiarnos con el mozo”, le agregaría.
Una
vez en la calle, Adriana ve acercarse a Pablo, se hace la distraída y cuando se
cruzan mira para otro lado. El joven intenta abordarla, pero para esquivarlo, Adriana
se escurre en diagonal y desaparece entre la gente.
En
el asiento del micro, con una bolsa de plástico negra sobre la falda, se
acomoda Adriana para volver. Repasa su
botín: “la tablet para el jefe, último modelo y cara”. La retira con cuidado de
la bolsa negra, envuelta en otra más pequeña. “Se la voy a empaquetar con papel
de colores y un moño”. Revisa la camarita para el hijo en un envoltorio
transparente y cerrado, “espero que funcione”. Contempla el sobre con cierre
automático, su nuevo equipo de neopreno para bajar abdominales y muslos. “Se
terminó el gimnasio y pilates”. Vuelve a leer el folleto en varios idiomas:
‘Práctico para usar mientras duerme, se despierta flaca’.
En
medio del puente frenada, sacudón y chirridos. Corren a agarrar sus
pertenencias los pasajeros, saben que si se inicia un incendio, el seguro no
los cubre hasta encontrar el fosforito causa del estrago; y si un personajón
fuera culpable de un choque, nunca serán indemnizados. Pero nada, ni a quemado
se huele; son los soldados de la Base Naval
que impiden el paso. Señalaba la hora en su muñeca el chofer. Con gestos
intenta decir que va retrazado; pero no hay tu tía, la barrera humana bien
pertrechada con escudos y armas es compacta. Golpea el volante, se agarra la
cabeza, larga rezongos y maldiciones; vencido el chofer, apaga el motor y baja.
Repuestos del susto reacomodan sus adquisiciones los pasajeros, algunos
acompañan al chofer, otros se asoman por las ventanillas. Los bomberos sacan
del río a una persona.
En
el micro suspiran aliviados, no hubo incendio ni choque y los que tienen
estómago se entretienen con los detalles del rescate. Miraba por la ventanilla
Adriana, hasta que alguien desde el lugar del hecho, le interceptó la visión. Entonces
retorna a su bolsa de plástico negra, mientras, los bomberos despliegan otra
bolsa de plástico negra, más grande que la de Adriana y meten a la mujer que
rescataron.
-Murió
ahogada- dice el médico forense.
-
Se tiró del puente- agrega el gendarme
-
Se llama Uña Fría. Sexo femenino- lee el detective que encontró el documento
junto a unas zapatillas azules.
Autorizan
los soldados a seguir viaje y el chofer y los pasajeros que habían descendido
suben al micro. Todos comentan al mismo tiempo: -Se tiró. –Parecía joven. –Dicen
suicidio. –Sin zapatillas. Las dejó en el puente. –Para tirarse con los pies
fríos. Hacia la ventanilla endereza la
vista Adriana, ve gente agachada, otros tomando nota, algunos apurados,
corriendo, controlando; como una bola de extremidades, torsos y cabezas humanas
que por momentos se agranda y por momentos se achica, pero nunca termina de
rodar. “Es un quilombo”, piensa. Arrancan y se abraza a su bolsa. Cuando salen
del puente se da vuelta con las rodillas sobre el asiento y mira a través del
vidrio de la luneta posterior. Entre los borceguíes de los soldados, a Adriana
le parece ver un par de zapatillas azules.
Noviembre 2014
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