Un conejo aprendía a caminar a
saltos, ágil. Mal que le pesó lo
mandaron a la escuela.
En la puerta el director León
obligaba a presentarse con las orejas
cortas y el cuerpo rapado.
- Reglamento de higiene y
prolijidad- profería y acariciaba cabezas.
El maestro Tigre aleccionó al
conejo para que sus patas desarrollaran garras.
- Así sabrás defenderte –
presagiaba soberbio.
Le ejercitó el hocico el profesor
Pelicano. Se lo hizo bolsa para contener agua y pico que ensartara peces.
-Pescarás y serás feliz –
salmodiaba impávido.
- Soy vegetariano- gemía el
conejo.
- Cuando crezcas comprenderás –
sentenciaba el ave.
Murciélago el preceptor, a golpes
le incrustó alas para sacarle la mala costumbre de saltar.
- Desde arriba verás hermosa la
vida color de rosa- canturreaba sin dejar de azotarlo.
Abanderado, en el cuadro de
honor, con diploma de Monstruo, terminó la escuela el conejo.
Y le llegó el minuto de fama a Conejo.
Norma, maestra jubilada, espió la
mañana lluviosa y se dispuso desayunar en la cama. Preparó café con leche y
galletitas en una bandeja, acomodó la almohada y perezosa, entre las sábanas,
encendió la tele. Reconoció la foto de
José Torres en un rincón de la pantalla. Había sido alumno de su escuela. Lo
llamaban Conejo. Orejas rebanadas por encima de las sienes. Rapado. La boca,
hocico en punta. Papada de anciano, fofa. Omoplatos sobresalidos, encorvado
como si fuera a volar.
Norma sube el volumen. Pasan la
filmación de lo que acaba de suceder en el ferrocarril urbano:
Un cartel sucio con letras en
relieve indica ‘Paternal’. Se oyen pitadas. Arranca la formación. El letrero
queda atrás. Las ruedas rechinan y aceleran. En el interior de un vagón en
movimiento con poca gente parada, José Torres alias Conejo arrastra de los pelos a una piba. La lleva con la cabeza gacha por el
pasillo. Rebota contra los asientos.
Nadie se queja, desvían la mirada. Conejo abre la puerta que da al exterior y
obliga a la rehén a seguirlo. Un pie en la manija, otro en la ventana. No la
suelta. Se deslizan hacia arriba, se desploman, con esfuerzo reptan y avanzan.
Trepan al techo. Retoman la posición erguida, la sujeta con apremio. Tambalean
en las curvas. Voces aisladas alertan del riesgo. Sacan medio cuerpo afuera de
las ventanillas los pasajeros, filman la peripecia. Pitadas y rechinar dan
realismo al audio.
El tren bordea la calle Warnes.
Circula rápido. En las veredas, curiosos se detienen a contemplar la hazaña. Al
ritmo del bamboleo, sin perder el equilibrio, el muchacho patea a la chica.
Ella cae. Resbala. Algunos mensajean ‘socorro’, otros cuentan con entusiasmo la
vivencia y mandan fotos. Invitan
acercarse a los vecinos.
A golpes Conejo la mantiene
contra el tope. Se agacha, la empuja al centro. La levanta de un brazo y una
pierna. La sostiene y gira. Con la
fuerza centrífuga del remolino, ella permanece horizontal en el aire, flamea.
El gira. Gira sin parar. Desde la calle
una multitud saluda al tren, ovaciona al circo, alienta a los actores.
Por los parlantes ordenan no
detenerse en Chacarita y la escena móvil pasa rauda con pitido extenso, empalma
la máquina el terraplén de Juan B. Justo.
Se amontona el público en la
avenida. Observan el ballet extraordinario de un animal fabuloso.
Encara el convoy la estación
Pacífico. La policía se atrinchera en el andén. Antes de que el conductor
aminore la velocidad disparan sobre Conejo. La chica ya venía muerta.
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