domingo, 6 de noviembre de 2016

PEDAGOGOS

                                 
Un conejo aprendía a caminar a saltos, ágil.  Mal que le pesó lo mandaron a la escuela.
En la puerta el director León obligaba a presentarse con  las orejas cortas y el cuerpo rapado.  
- Reglamento de higiene y prolijidad- profería y acariciaba cabezas.
El maestro Tigre aleccionó al conejo para que sus patas desarrollaran garras.
- Así sabrás defenderte – presagiaba soberbio.
Le ejercitó el hocico el profesor Pelicano. Se lo hizo bolsa para contener agua y pico que ensartara peces.
-Pescarás y serás feliz – salmodiaba impávido.
- Soy vegetariano- gemía el conejo.
- Cuando crezcas comprenderás – sentenciaba el ave.
Murciélago el preceptor, a golpes le incrustó alas para sacarle la mala costumbre de saltar.
- Desde arriba verás hermosa la vida color de rosa- canturreaba sin dejar de azotarlo.
Abanderado, en el cuadro de honor, con diploma de Monstruo, terminó la escuela el conejo.

Y le llegó el minuto de fama a Conejo.
Norma, maestra jubilada, espió la mañana lluviosa y se dispuso desayunar en la cama. Preparó café con leche y galletitas en una bandeja, acomodó la almohada y perezosa, entre las sábanas, encendió la tele.  Reconoció la foto de José Torres en un rincón de la pantalla. Había sido alumno de su escuela. Lo llamaban Conejo. Orejas rebanadas por encima de las sienes. Rapado. La boca, hocico en punta. Papada de anciano, fofa. Omoplatos sobresalidos, encorvado como si fuera a volar.
Norma sube el volumen. Pasan la filmación de lo que acaba de suceder en el ferrocarril urbano:
Un cartel sucio con letras en relieve indica ‘Paternal’. Se oyen pitadas. Arranca la formación. El letrero queda atrás. Las ruedas rechinan y aceleran. En el interior de un vagón en movimiento con poca gente parada, José Torres alias Conejo  arrastra de los pelos a una piba.  La lleva con la cabeza gacha por el pasillo.  Rebota contra los asientos. Nadie se queja, desvían la mirada. Conejo abre la puerta que da al exterior y obliga a la rehén a seguirlo. Un pie en la manija, otro en la ventana. No la suelta. Se deslizan hacia arriba, se desploman, con esfuerzo reptan y avanzan. Trepan al techo. Retoman la posición erguida, la sujeta con apremio. Tambalean en las curvas. Voces aisladas alertan del riesgo. Sacan medio cuerpo afuera de las ventanillas los pasajeros, filman la peripecia. Pitadas y rechinar dan realismo al audio.
El tren bordea la calle Warnes. Circula rápido. En las veredas, curiosos se detienen a contemplar la hazaña. Al ritmo del bamboleo, sin perder el equilibrio, el muchacho patea a la chica. Ella cae. Resbala. Algunos mensajean ‘socorro’, otros cuentan con entusiasmo la vivencia y mandan fotos. Invitan  acercarse a los vecinos. 
A golpes Conejo la mantiene contra el tope. Se agacha, la empuja al centro. La levanta de un brazo y una pierna. La sostiene y gira.  Con la fuerza centrífuga del remolino, ella permanece horizontal en el aire, flamea. El gira. Gira sin parar.  Desde la calle una multitud saluda al tren, ovaciona al circo, alienta a los actores. 
Por los parlantes ordenan no detenerse en Chacarita y la escena móvil pasa rauda con pitido extenso, empalma la máquina el terraplén de Juan B. Justo.  Se amontona el  público en la avenida. Observan el ballet extraordinario de un animal fabuloso. 
Encara el convoy la estación Pacífico. La policía se atrinchera en el andén. Antes de que el conductor aminore la velocidad disparan sobre Conejo. La chica ya venía muerta. 
                               
                                       ecunhi agosto 2016
                                                                                   

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